Tarde de perros


Sonny: Is there any special country you wanna go to?

Sal: Wyoming.

Sonny: No Wyoming, it’s not a country.

 

El cruce de Álvarez Thomas, El Cano y Forest, esa triple frontera del no lugar, queda atrás. La avenida se congestiona y todos se cruzan de carril. Atravieso las vías del Urquiza. Galván a 40, la cámara está ahí como un cazabobos obvio. Cuando llego a Balbín se siente la libertad, te sueltan la soga y el auto empieza a acelerar buscando un lugar entre los múltiples andariveles de la Panamericana. La lucha por el espacio continúa pero es a otra velocidad.

El sol da de frente. Es viernes. Se mezcla la luz naranja del atardecer con el verde de los carteles de tránsito. Esa mezcla de colores son más impresionistas que un Van Gogh. Si el pavimento fuera agua, él hubiera pintado el reflejo de los rayos de sol extendiéndose al infinito. Deliro y acelero.

Calle Ugarte a 500 metros, dice el cartel. Bajo y trato de acomodarme entre el mar de autos que se aprisionan en la paralela a la autopista. El semáforo me permite doblar en Ugarte. Es angosta, de los dos lados aparecen locales de barrio, el interior de Olivos: ferreterías, viveros, remiserías, peluquerías, inmobiliarias, locales de ropa. Un laboratorio a la derecha y a la izquierda una capilla. La ciencia y el credo.

Estaciono en alguna vereda que deja disponible un espacio milagroso. A veces, lo hago en el Carrefour y cuando salgo del estacionamiento subterraneo camino rápido para que los de seguridad no descubran mi manganeta.

En la esquina de Ugarte y Chacabuco está la estación de servicio. Enclaustrada a mitad de camino entre Panamericana y avenida Maipú aparece como un hito barrial. No pasa desapercibida. No es cualquier estación de servicio. Es LA estación de servicio. Me dijeron que en el barrio es toda una institución, siempre está llena de gente. Entro al minimercado, me acerco a la caja, el tipo me conoce y saluda con familiaridad. Pido un café con leche y un tostado. Pago y me acomodo en una de las mesas detrás de los pasillos con estantes repletos de papas fritas, galletitas y revistas. Al costado de la mesa hay una pared de heladeras con manijas plateadas y vidrios que dejan ver las gaseosas, yogures y leches. ¿Por qué vengo hasta acá para psicoanalizarme? me pregunto por enésima vez mientras veo como los playeros van y vienen entre los autos que se estacionan cerca de los surtidores. ¿Será que no le quiero contar toda la historia a otro? Empezar de nuevo me da mucha fiaca.

Por el mostrador de ese minimercado desfilan los clientes. Aparecen algunas camionetas de gente adinerada, pero dentro lo que más se ve es la clase media. Hay determinados personajes que se repiten semana a semana. El papá obeso con su hijo gordo que se quiere comprar todos los carbohidratos del lugar, el sesentón que al pagar hace un comentario contra el gobierno y la inflación, la madre extenuada que persigue a su hijo deambulador para que suelte los juguetes expuestos a propósito cerca de la caja, las adolescentes con el uniforme del colegio hablando todas al mismo tiempo.

En una de las mesas siempre se está cerrando un negocio. ¿Cómo terminará eso? Afuera siguen desfilando por Ugarte los autos. Pasa el 343. Pasa el 333. Pasa la vida en el conurbano. Miro la espuma de mi café con leche. Ya no tengo ganas de ir. Esa mujer de unos cuarenta y tantos entra. Lleva un jean bien ajustado, una camisa blanca, botas y anteojos de sol en la cabeza. Mira para todos lados. Se la ve apurada como buscando a alguien o algo. Encuentra el cajero automático del Santander Río empotrado en una esquina dentro del mercado. Algún día va entrar un loco como ese Sonny en Dog Day Afernoon y nos va a tomar de rehén. Pasaran las horas y el sindrome de Estocolmo nos va a seducir. El Sony argento va a amenazar al mundo ahí afuera. Va a ser un inutil, tan inutil como la policía. Y todos esos litros y litros de nafta debajo de esta estación de servicio van a estallar, van a estallar. Porque toda esa bronca acumulada, toda esa frustración merece ser calcinada. Un hongo de fuego va a escalar las alturas descargando la furia. Olivos va arder, el inconsciente se quemará a lo bonzo y cuando todo acabe, cuando se disipe el humo ni las cenizas quedaran entre los fierros retorcidos del techo en el piso de esa estación de servicio.

Siempre paro ahí antes de cada sesión. Pienso, escribo, me arrepiento. La gente sigue entrando, los playeros se acercan a una ventana que tienen los cajeros para validar las transacciones con tarjeta de crédito. Se hacen chistes entre ellos. Se burlan de algún cliente hinchapelotas.

El atardecer se va cerrando, el café con leche ya no está. Me paro, me prometo que esta es la última. Eso prometí la semana anterior. Saludo con la mano al cajero.

Chau, responde y agarra la visera de su gorrita con la certeza de que me va a ver la semana que viene.